Lapso: una aventura en la antigua Grecia futurista

Una fusión entre la cultura más antigua y elementos futuristas

8/20/2025

La acción se desarrolla en una sociedad basada en la antigua Grecia (me encantan las culturas antiguas y documentarse para esta novela está siendo un lujo). Pero no en una antigua Grecia sin más, sino en una futurista, lo cual supone un plus al desafío de escribir esta historia. 

El planeta en el que viven nuestros protagonistas es Rhodos y hay numerosos emplazamientos en él como Rodas, que es su ciudad capital. Mientras la gente camina a través de las columnas y los diferente emplazamientos de las polis, podemos ver maravillas como el Coloso de Rodas, fabricado en un material muy diferente al que debió de componer el auténtico.

El resto de planetas que conforman el sistema Panhelénico (9), están basados en otras tantas polis griegas (ciudades estado): Hellas (Atenas), Spartia (Esparta), Korinthos (Corinto), Delphion (Delfos), Olympia (Olimpia), Thebes (Tebas), Miletos (Mileto), Khossos (Creta) y Epheso (Éfeso). 

Fuera del Sistema Panhelénico toparemos también con un planeta más: Nova Roma. ¿Adivinas? ¡Me encanta!

La actividad en el espacio es constante; planetas menores, estaciones espaciales, naves surcando las estrellas. ¡Y mucha imaginación!

Rodas: el punto de partida

En Rodas es donde viven los protas de esta historia. Hellas es el planeta capital y en sus diferentes polis se mueven importantes instituciones y corporaciones. Rhodos es el segundo planeta más importante. ¿Podemos hablar de países? En una sociedad que cubre distancias enormes con gran rapidez, realmente importa menos. Supongo que, a medida que la trama avance, se irá conociendo el worldbuilding y veremos qué nos limita y qué no. Pero en gran parte, hablamos de planetas y ciudades. 

De inicio, Rodas se divide en tres distritos: la Umbría, donde habitan las clases más bajas de la sociedad. La Khamára, un lugar intermedio, donde el lujo no existe, pero están cubiertas todas las necesidades básicas de sus habitantes y la Acrópolis, donde tienen sus mansiones las Élites. El contraste entre las tres es notorio y lo iremos viendo a medida que avance la historia. 

Umbría es un laberinto de calles estrechas y fachadas metálicas donde el surfenio degradado parece más un desafío para los pulmones que otra cosa. Túneles subterráneos conducen a lugares donde familias enteras se refugian durante los Ciclos de Renovación Celular. (Ya iremos conociendo todos estos conceptos).

Las ruinosas casas están fabricadas de madera reciclada y metal de aniguas naves desvencijadas. Los paneles de polímero translúcido que conforman los tejados de muchas de ellas, a duras penas son capaces de contener la lluvia, pues, a diferencia de lo que sucede en la Acrópolis, Umbría no está bajo la protección de un microclima dirigido. Los compuestos sintéticos se agolpan en las fachadas tratando de conferirles un aislamiento que proteja del duro invierno.

El olor a óxido embarga el aire, mezclándose con los combustibles usados y el humo de las chimeneas. La humedad está presente dentro y fuera de las casas y las voces que susurran contrastan con los gritos de los comerciantes ilegales, que lanzan proclamas en lenguas antiguas. El mercado negro de lapsos es un arma de doble filo con el que los umbríos tratan de subsistir mientras se matan en una paradoja extraña. Nada garantiza la calidad de esos lapsos, pero no son pocos quienes pelean por ellos ante la total indiferencia de las Élites.

Los rostros de la gente evidencian, después, los catastróficos efectos de ese tiempo regalado. Arrugas prematuras, ojeras oscuras surcando ojos cansados y cuerpos encorvados acusando el frío o el calor. Melenas plateadas y frágiles, manos delgadas y débiles; cuerpos al borde de la extenuación. Muchos caminan apoyados en bastones, entendiendo tarde que no ganaron nada y conscientes de que, a pesar de eso, seguirán pugnando por esos lapsos.

Los accesos desde Umbría a Khamára son escasos, como si el submundo que conforma Rodas luchase por dejar a los barrios bajos al margen de todo, pero nada físico impide pasar de un distrito a otro. Los aerogeneradores de surfenio expulsan el degradado de Umbría impidiendo que penetre entre sus calles anchas de piedra artificial. Edificios bajos en un enjambre ordenado de vida y movimiento donde el sonido de pasos se mezcla con el zumbido suave de las iati’s que flotan entre puestos, ayudando a los comerciantes o acompañando a los transeúntes. Las fachadas, limpias y de colores cálidos, reflejan la luz del sol sobre ventanas brillantes y metales aislantes, con poca ostentación.

Entre la gente, los iati’s se deslizan como pequeñas criaturas curiosas, proyectando mensajes, iluminando caminos o jugando con los niños, integrándose en la rutina diaria como si siempre hubieran estado allí. El olor es fresco y agradable, mezcla de comida, hierbas y un toque de metal ligero, mientras que la brisa marina llega desde el puerto cercano, trayendo el aroma a salitre del mar y reflejando destellos azulados sobre el pavimento.

Desde los puntos más elevados de Khamára se divisa el horizonte del mar Egeo, tranquilo y brillante. Sus olas parecen un recordatorio constante de libertad, contrastando suavemente con la vida urbana organizada de las calles.

Un aparente equilibrio perfecto entre lo humano y lo tecnológico, un distrito donde la rutina diaria convive con destellos de innovación, luz y curiosidad, y donde la presencia del mar recuerda que la ciudad nunca está completamente encerrada en sí misma.

La Acrópolis se alza sobre la ciudad como un espejo del tiempo, una cima donde pasado y futuro se estrechan la mano con gesto solemne. Los edificios de vidrio bruñido y metal aerodinámico se elevan en formas imposibles, curvándose hacia el cielo como lanzas transparentes, y entre ellos, firmes e inmóviles, resisten las columnas dóricas de mármol, los frontones con relieves heroicos, los templos dedicados a dioses que nadie recuerda y que, sin embargo, siguen vigilando desde sus pedestales.

En los recovecos de su arquitectura, pantallas holográficas flotan suspendidas, anunciando los nuevos lapsos mejorados, transmitiendo los boletines del ONSI y celebrando nuevas victorias de la Égida en planetas lejanos. Los mensajes se proyectan sobre estatuas de bronce y mármol: Atenea recibe un rayo de neón en el casco, Hermes sostiene entre sus manos un anuncio brillante que cambia cada diez segundos. El pasado se convierte en soporte del presente.

Los drones levitan suavemente alrededor de las estatuas, como abejas metálicas que cuidan un panal sagrado. Custodian las plazas, barren el aire de partículas, dispersan un perfume artificial que se mezcla con el aroma salobre del Egeo, el olor metálico de los conductos de ventilación y los perfumes exóticos que portan los viandantes. En las terrazas de los cafés se sirven vinos especiados con burbujas cromáticas, importados de colonias lejanas y platos minimalistas que parecen pequeñas obras de arte.

La gente camina con elegancia, ajena a todo cuanto acontece en otros distritos que allí, parecen mundos a parte. Visten con tejidos inteligentes que reflejan la luz y se combinan con prendas tradicionales que cambian de tonalidad con un simple gesto. Los implantes de lapso en su esternón no son cicatrices ocultas, sino ornamentos: enmarcados con tatuajes que laten en sincronía con su corazón, muestran al mundo su rango y hasta su linaje.

Entre los bulevares brillantes corren vehículos flotantes que se deslizan silenciosos entre columnas de mármol y fachadas de cristal. Parecen fantasmas veloces que no interrumpen el murmullo solemne de la ciudad. A ratos, una fuente antigua murmura junto a una escultura de Poseidón, y a su lado, una cascada holográfica proyecta anuncios de Dédalo sobre nuevas expediciones a mundos colindantes.

En la Acrópolis, cada esquina es un contraste deliberado: la solemnidad de lo eterno y el fugaz vértigo de lo efímero. Todo está diseñado para recordar a los habitantes su doble destino: descendientes de héroes inmortales y pioneros de un futuro donde la muerte se administra como una estadística. Quien camina por sus avenidas siente el peso de la historia sobre los hombros, pero también la promesa de una eternidad que muchos creen acaricia con la punta de los dedos.